sábado, 9 de septiembre de 2017

Silencio

¿Cómo podríamos vivir sin saber la realidad sobre aquello que nos martiriza? A pesar de los remilgos de sus superiores, dos portugueses, el padre Rodrigues (Andrew Garfield) y el padre Garube (Adam Driver) deciden, en 1683, de llegar hasta Japón y reencontrarse con su maestro, allí desaparecido, sobre el que pesa una denigrante calumnia: es acusado de haber renegado de Cristo y apostatado. Desembarcan con la mayor clandestinidad, guiados por un pordiosero borracho que no deja de convertirse al cristianismo, como un iluminado, para renunciar a ello justo después, movido por la angustia y la cobardía.

Ya hacía mucho tiempo que Martin Scorsese quería trasladar a la pantalla grande la novela de Shusaku Endo (ya adaptada en 1971 por el cineasta Masahiro Shinoda y presentada en el festival de Cannes). Encontramos en ella, elevado al paroxismo, el tema que ha inspirado la mayor parte de su obra: la culpabilidad. La maldad y la redención se mezclan en películas como Uno de los nuestros, Malas calles o Casino, reflexiones interesantes sobre la progresión del Mal: como se infiltra en nuestro interior para llevarnos a la perdición y, también quizás, como se pierde en nosotros, se disuelve y se evapora al final de una disputa tan misteriosa como despiadada.

Silencio es la apoteosis visual de un Scorsese tocado por la gracia, don otorgado con naturalidad insultante a algunos, mientras que otros persiguen en vano. También contiene el peligro de una locura que, porfiadamente, no refleja más que la vanidad de aquel que la profesa. Silencio es una película lenta, sosegada, azorada por unas dudas que provocan un avance a trompicones, lleno de incomodidad. En el trasfondo de unos planos magníficos, donde la naturaleza sobrepasa constantemente las ambiciones humanas, uno se pregunta hasta qué punto el cineasta ha podido inspirar esta película, pues Kagemusha o Ran son obvias influencias formales…

La fuerza del film viene de su propia humildad. No se trata de un manifiesto. Ni por un instante puede parecer que Scorsese haga proselitismo del Catolicismo. Al contrario, muestra a sus dos sacerdotes completamente sorprendidos, e incluso disgustados, por estos pueblerinos japoneses incultos, convertidos por azar y después librados a su suerte, que reclaman con fervor histérico confesiones y absoluciones. Gente sencilla que sigue con agrado la senda de aquellos cristianos que mueren por su fe, provocando tanto la admiración como el rechazo (dada su total inutilidad) por los sacerdotes. Su fe vacila. Y sobretodo la del padre Rodrigues, atacada con ferocidad.

Queda, evidentemente, la santidad. Es justo esta noción la que exalta a Scorsese y la que él exalta en la película, con un fervor inesperado. La santidad y su contrario, la profanación… El momento más ardiente, más impactante – el más “hitchconiano”, diríamos – es en el que el padre Rodrigues es obligado a pisar la imagen de su Dios, de renegar de él. “Un solo paso y serás libre”, le susurran los más pragmáticos. Pero no es suficiente. Notablemente más hábiles, otros sugieren que su traición pondrá fin a los sufrimientos de los cristianos torturados a su alrededor. “Piden ayuda tal como tu hablas con Dios. No hay mas que silencio. No le adores.” Scorsese filma entonces, con una lentitud inusitada y una compasión infinita, a este sacerdote inamovible y a este tiempo suspendido en el que el rechaza, reconsidera, se aproxima, resiste y cede a ese “acto de amor” (Scorsese dixit) que será para él, una falta irreparable, una condenación eterna.


Pero Scorsese no juzga a nadie. No condena ni la debilidad del hombre ni, como podría hacer Bergman, la insoportable indiferencia de Dios para con Sus criaturas. De aquí el pensamiento recurrente del padre Rodrigues, que conserva hasta mucho después de su caída: “Aunque ha mantenido el silencio durante toda mi vida hasta hoy, todo lo que hago, todo lo que debo hacer, es hablar con él. Es en el silencio dónde oigo su voz.” En ese sentido, yo me he críado dentro de la cultura católica, por ello, comprendo intrínsecamente la trascendencia de cada paso. Sin embargo, ¿puede un budista, un ateo o un musulmán apreciar la tortura que subyace ante cada detalle de la tortura? Diría que probablemente no, al menos no al mismo nivel que alguien que conozca la "cato" tal como yo.

Quizás la mayor pega sea la dificultad del esfuerzo que requiere del espectador. A pesar de la belleza de sus imágenes, es una película desagradable, brillantemente sucia, pero cercana por momentos a la pornografía emocional y terriblemente lenta, especialmente en el dilatado tramo final donde la voz en off no deja de ahondar en el particular vía crucis de los protagonistas. !pobre del incauto que la acometa sin una preparación previa del contenido!


Evidementemente, no es la mejor manera de acabar una semana (la vi un domingo por la noche). ¡Con qué ánimos iba a levantarme yo al día siguiente! Se hace realmente descorazonadora, todo un cambio tras el frenesí del exceso, del carrusel sobre la depravación más absoluta de El lobo de Wall Street. Reconozco que Scorsese me gusta cada vez más cuando le da a la marcha y cada vez menos cuando se pone reflexivo. Quizás aligerar 15-20 minutos la habrían convertido en una propuesta más digeribel, pero bueno, pocas películas son capaces de pegarte una paliza de ese calibre mientras te maravilla con tal depliegue de preciocismo natural.
Nota: 7
Nota filmaffinity: 6.3


PD: Cada vez que teníamos a Qui-Gon Jin en escena, estaba deseando que se dejara de tonterías y arrancase las cabezas a todos con su espada laser. 

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